Como me ha ocurrido ininterrumpidamente desde 2016, fui sorteado para desempeñarme como vocal de mesa para el plebiscito constitucional realizado este 25 de octubre en Chile.
No se trataba de cualquier evento electoral: los chilenos debíamos decidir si queríamos continuar con la Constitución instaurada en 1980 por el dictador Augusto Pinochet.
Entendiendo lo significativo de la jornada, en mi cabeza rondó otra preocupación tras enterarme de que había sido designado como vocal: la posibilidad de contagiarme de COVID-19.
En Chile, los vocales de mesa son ciudadanos elegidos por sorteo para apoyar el desarrollo de una elección. En México se denominan funcionario de casillas.
Pese a que las autoridades sanitarias aseguraban que las medidas reducían los riesgos al máximo, mi experiencia indicaba que lograr el distanciamiento social era difícil: más de ocho horas compartiendo en una sala de unos 40 metros cuadrados, por la que circularían al menos 300 personas.
Como el COVID-19 nos acompañará durante mucho tiempo y con las elecciones presidenciales de Estados Unidos del 3 de noviembre, además de los comicios previstas en 2021 para Perú, Ecuador y México, ¿es posible sacar alguna lección del proceso de Chile?
Medidas preventivas
El protocolo sanitario, que incluía un kit sanitario, fue una de las principales medidas adoptadas por las autoridades locales.
Cada mesa integrada por cinco vocales recibió diez mascarillas N95, cinco escudos faciales, guantes de nitrilo, alcohol gel al 70 por ciento, desinfectantes en base a alcohol y toallas desechables.
El aforo máximo de mi local de votación, un centro educacional de un barrio de la zona sur de Santiago, la capital de Chile, fue reducido a la mitad, para evitar aglomeraciones.
Las salas de votación también dejaron de estar compartidas por dos mesas y ahora eran individuales. Y había más de 1 metro de distancia entre el espacio asignado a cada vocal.
Uno de los vocales también tenía la misión de higienizar cada cierto tiempo el mobilario, la cámara secreta y las urnas de votación, mientras que otro debía velar por el distanciamiento social entre los votantes.
El proceso también era apoyado por funcionarios del órgano electoral, que iban regulando el flujo de ingreso al local, con tal de cumplir con el aforo máximo permitido.
Votantes precavidos
Cada votante debía llevar su propio lápiz para votar, para evitar que éste se transformara en un vector de contagio.
Sin embargo, los ciudadanos también tomaron otras precauciones.
Además de la mascarilla, que era obligatoria para ingresar al local, muchos llegaron con escudos faciales, alcohol gel y alcohol desinfectante.
Incluso, en otros lugares del país algunos llegaron con trajes desechables de polipropileno, como los que usa el personal médico.
Sin contacto
Aunque en elecciones anteriores el contacto entre funcionarios de la mesa y los votantes era inevitable, en este plebiscito esto no ocurrió (o al menos se redujo al mínimo posible).
Además de que cada votante debía portar su propio lápiz, tampoco hubo entrega directa de la papeleta: los vocales las manipulaban con guantes quirúrgicos y las dejaban sobre una mesa.
Quizás el momento de “mayor riesgo” fue cuando el elector debía comprobar su identidad: tras dejar su documento nacional sobre una mesa, debía sacarse la mascarilla durante tres segundos. Una fracción mínima de los 15 minutos considerados para que se trate de un contacto estrecho.
Aunque probablemente haya detalles por mejorar –como la información al exterior de los locales, donde hubo algunas aglomeraciones o largas filas-, el proceso chileno puede transformarse en un buen ejemplo para las elecciones en tiempos de COVID-19.