Hace apenas un mes escuchamos hablar por primera vez de la variante ómicron del SARS-CoV-2. Curiosamente yo escribí la noticia para este sitio cuando aún aquella nueva cepa ni siquiera tenía nombre. Y digo “curiosamente” porque en aquel momento jamás me hubiera imaginado que semanas después me contagiaría, más aún cuando me contagié de la primera versión del virus en 2020.
La nueva variante del SARS-CoV-2 ya predomina en muchos lugares del mundo, entre ellos Estados Unidos y España, donde vivo. Según estudios recientes, el riesgo de reinfección en personas que ya han tenido la enfermedad y están vacunadas (mi caso) es hasta 5.4 veces mayor con ómicron que con la variante delta, pero por fortuna estas dos cepas actúan de manera distinta.
(Esta nota está basada únicamente en una experiencia personal, por lo que no tiene ningún fundamento médico ni científico).
Mi primera vez
El 2020 fue un año muy duro para todos. En España vivimos restricciones muy severas; estuvimos durante más de tres meses sin poder salir a la calle ni siquiera para caminar unos metros. Cuando aquello comenzó a aliviarse, cerca del verano, todos comenzamos a confiarnos.
En octubre de ese año seguíamos tomando las medidas recomendadas por el gobierno: mascarilla siempre incluso en la calle, reuniones limitadas, distancia de seguridad… pero nada de eso pudo evitar que mi pareja se contagiase del virus.
Cuando comenzó con los primeros síntomas (incluso antes de que se hiciera la PCR de rigor), me marché a casa de mis padres. Allí me refugié durante 10 días y pude esquivar el contagio. O eso creía yo.
Estaba infectada de coronavirus y este afectaba mi sistema cardiovascular.
Volví a casa un viernes, después del tiempo sugerido para evitar el contagio según nos dijeron los médicos. El lunes en la tarde comencé a tener escalofríos, a las 9:00 p.m. el termómetro comenzaba a marcar más de 38 grados Celsius, así que me temía lo peor. La noche fue muy dura y a la mañana siguiente esperé durante casi dos horas en la calle para hacerme una prueba de antígenos en una clínica privada que, para mi sorpresa, dio negativo.
Sin embargo, mi ritmo cardíaco estaba aceleradísimo y la fiebre no remitía, así que decidí ir al hospital. Allí, después de varias pruebas (PCR incluida), los médicos determinaron que estaba infectada de coronavirus y que este estaba afectando a mi sistema cardiovascular. Me fui a casa con un inhalador de cortisona y la recomendación de revisar mi saturación de oxígeno en sangre cada hora para correr al hospital en el caso de que bajase de 94.
Fueron 10 días terribles, apenas podía moverme del sofá sin sentir que me ahogaba, la fiebre no cedía e incluso mis bronquios comenzaron a expulsar sangre en el esputo. Según los médicos que me asesoraban por teléfono, era un síntoma de que mis alveolos pulmonares estaban siendo destruidos por el virus. Genial.
Creía que una reinfección sería imposible. Obviamente me equivocaba.
A pesar del horror, todo pasó. Tuve la gran suerte de superar la enfermedad y de recuperarme por completo en apenas un par de meses. Después llegaron las vacunas y parecía que veía la luz al final del túnel, pues con tamaña inmunidad (la natural y la de la vacuna) creía que una reinfección sería imposible. Obviamente me equivocaba.
La segunda vez
Como decía al comienzo, ómicron llegó a finales de noviembre y en apenas un mes era imposible no conocer a alguien que no se hubiera contagiado. Seguía tranquila por aquello de mi “superinmunidad”, pero en medio de un goteo desesperanzador de contagios, mi pareja (sí, otra vez él) se contagió.
Pasamos la Nochebuena más triste de nuestras vidas.
En esta ocasión no me fui con mis padres, total ¿para qué? Él se aisló en una habitación de la casa, tomamos todas las medidas habidas y por haber (limpieza extrema, mascarilla FPP2 en interiores…), e incluso pasamos la Nochebuena más triste de nuestras vidas (tuvimos que cancelar el viaje para ver a su familia) cada uno a un lado de la casa. Y pasó lo inevitable: me volví a contagiar.
La parte buena es que en esta ocasión (gracias principalmente a las vacunas) la enfermedad no pudo hacerse conmigo. A pesar de mi miedo por la experiencia anterior, los síntomas apenas fueron los de un resfriado, un poco de flujo nasal y picazón en la garganta. En tres días me encontraba perfectamente aunque eso sí, seguía dando positivo en los test caseros de antígenos, por lo que lo correcto era seguir aislada.
Según mi experiencia, las vacunas funcionan y parece que esta vez sí estamos más cerca de que el COVID-19 pase de pandemia a endemia, pero no debemos bajar la guardia. Así que a seguirse cuidando y sobre todo cuidar a los demás.