Puede que estés saturado de disfrutar vídeos en YouTube de Teslas con el autopilot circulando por autopistas o de sofisticados vehículos con cero emisiones, como el Audi e-Tron, despegando a la velocidad de la luz en los semáforos con un silbido inconfundible. Puede que, si vives en un país de la Unión Europea, estés alarmado ante las constantes restricciones de tráfico a los vehículos contaminantes y amenazas abiertas de prohibición de los mismos, pero pese a todo eso, comprar un automóvil eléctrico no es tan fácil como parece. Comparto con todos una experiencia en primera persona padecida en España.
La decisión no fue nada fácil: mi viejo auto con más de diez años encima y acercándose peligrosamente a los 250,000 kilómetros todavía seguía funcionando, pese a sus achaques, a la perfección, pero una serie de circunstancias motivaron que al final diera el paso:
- Las inminentes (y necesarias) restricciones al tráfico de vehículos de combustión en las ciudades.
- La inevitable depreciación de este tipo de automóviles y la potencial prohibición de su venta.
- Una creciente conciencia ecológica.
- La experiencia de una nueva conducción.
No, no vivo en una gran urbe, sino en una ciudad mediana que, pese a ello, ya se está planteando restricciones a los vehículos a gasolina y diésel en un plazo de dos años, por lo que no había una necesidad real para el cambio. Sin embargo, tras hacer unos números, decidí por fin acercarme al concesionario de BMW con la idea de pedir una oferta del pequeño i3: el salto era importante ya que pasaría de un auto de considerables dimensiones y con orientación familiar, a un pequeño vehículo con aspiraciones urbanas, aunque esto es necesario matizarlo más adelante.
“Esto no está pensado para viajar”
La decisión de dar el salto a los automóviles eléctricos (VE) me hizo sentirme como un pionero adentrándome en un terreno inhóspito: pese a que dispongo de una plaza de garaje, ésta es en un recinto público y por ello, no dispongo de enchufe ni cargador, por lo que tenía que confiar en la red de cargadores públicos de mi ciudad. Este fue mi primer encontronazo con la realidad paralela que rodea a los vehículos de combustión: la cara del comercial al dar este dato fue un poema, como si estuviera ante un loco al borde del precipicio. Solo esta cara de sorpresa sería motivo suficiente para que muchos renunciaran a la compra y se acomodaran en un diésel moderno o a lo sumo, un híbrido.
Pero esta no era mi única sorpresa esa tarde en el concesionario: le transmití mis planes de hacer ciertos viajes con el auto, los mismos que hacía con el vehículo anterior (unos cinco al año de unos 400 kilómetros). Aquí la cara fue de auténtico susto y la respuesta estuvo a la altura: “este auto no está pensado para viajar”. En este punto fruncí el ceño: más de 200 kilómetros reales de autonomía y una aceptable red de cargadores eran más que suficientes para hacer viajes sin mayores inconvenientes; por otro lado, conocía bien la experiencia de Bjorn Nyland que ha llegado a efectuar viajes de mil kilómetros a bordo del compacto Nissan Leaf.
Luchando contra creencias e intereses
De hecho, comprobé en ABetterRoutePlanner, una web que toma en consideración el modelo de VE, las pendientes, los límites de velocidad, y por descontado la red de cargadores. Atentos, porque este último dato tiene en cuenta la potencia de carga de los mismos: así, planifica las paradas en rutas grandes intentando emplear los cargadores rápidos (en mi caso, 30 minutos cargan al 80 por ciento). Por no volver a todo el mundo loco, el hallazgo fue llamativo: podía recorrer un trayecto bastante habitual (San Sebastián-León) con un par de paradas, que son precisamente las mismas que haría en condiciones de seguridad con un auto de combustión.
Sí, tengo en cuenta que las paradas son más largas que en una gasolinera (cerca de una hora y media en total), pero hay que olvidar que el coste del viaje también se reduce en una proporción muy superior. ¿Qué estaba pasando aquí? Básicamente que había entrado en las arenas movedizas de la desinformación y los intereses, y tampoco podemos culpar al sector, porque se mueve por la inercia de décadas operando únicamente con un modelo de motor.
El mismo drama lo tuve en casa ¿eléctrico? ¿Pequeño? La sociedad está contaminada por el peso de las creencias, y seguramente por los intereses del lobby de los fabricantes de automóviles que siguen beneficiándose de un modelo ya obsoleto. Pero en definitiva, me salí con la mía, mi pequeño auto eléctrico está en camino y estoy preparado para ese “infierno” en el que supuestamente apenas podré moverme ni alejarme de mi ciudad y añoraré el humo de los diésel…