Era muy bueno para ser cierto. La «economía compartida» prometía mayor flexibilidad laboral para quienes trabajaran en ella, y opciones de servicios más baratos y con mejor calidad.
Esa no fue solamente la promesa de Uber, Lyft y demás servicios de transporte compartido, sino además de Airbnb, que prometía hospedajes más baratos y la opción de ganar un dinero extra al alquilar por periodos cortos de tiempo a turistas, ese cuarto de huéspedes en tu casa que se mantiene desocupado casi todo el año.
Pero la luna de miel está terminando lenta y dolorosamente. Después de años de estar luchando contra los tradicionales gremios de los taxistas y de los hoteles y demás, hay que admitir que en ninguna parte estábamos preparados para esta “revolución”.
Puede que los conductores de Uber o Lyft, los dueños de una casa o apartamento y quienes utilizamos estos servicios sí estuviéramos preparados. No en vano, la última vez que tomé un taxi en los Estados Unidos fue hace más de cinco años. Sin embargo, la historia cambia cuando vemos de cerca de que está sucediendo en todo el mundo con estos servicios.
¿Quién garantiza la seguridad de los usuarios?; ¿el pago de un salario que cumpla con los estándares de cada país?; ¿los permisos de circulación de los autos que están brindando un servicio de transporte público? Tristemente, todas estas preguntas fueron hechas por algunos sectores, pero en medio de nuestra emoción, no les prestamos mucha atención.
Después de años de ver noticias sobre Airbnb con cámaras escondidas, restricciones de algunas ciudades para intentar regular el uso de este servicio y huelgas de taxistas en todo el mundo reclamando la legalidad de Uber, nos enfrentamos a la triste realidad de que estas situaciones tuvieron que haber sido analizadas con anterioridad, antes de permitir la operación de estos nuevos servicios y no quitarnos lo que tanto nos gustó en un principio y que a muchos nos sigue gustando.
Los resultados de esta falta de planeación son evidentes y el caso de Barcelona es quizás el mejor ejemplo. Hace dos semanas, Uber anunció la cancelación de su servicio en la ciudad después de buscar regular el servicio de diferentes formas. Otras plataformas como Cabify también fueron afectadas por la decisión del Gobierno catalán de imponer tiempos para la operación del servicio.
La ciudad también ha tenido que batallar con Airbnb, cuya operación ha afectado la disponibilidad de apartamentos para arrendamiento a los residentes, dada la rentabilidad financiera que representa el alquiler de cuartos o pisos enteros a los turistas que visitan la ciudad. La respuesta de la ciudad fue la misma: limitar la disponibilidad al pedir licencias de operación, entre otras medidas.
No es fácil encontrar un balance. Incluso Uber Eats, el servicio de entrega de comida a domicilio está pasando por lo mismo. Jimmy Johns, una cadena de comida rápida, dice que no utilizará las apps de entrega de comida por ser poco confiables.
La falta de visión de nuestros líderes, así como la gran desconexión que existe entre los legisladores y los emprendedores de tecnología, dejan entrever un vacío que genera caos, debido al anarquismo reinante en este espacio, y nos lleva a concluir que una crisis en la economía compartida es inevitable. Esta no desaparecerá, pero tampoco será la panacea para todos y tendrá que adaptarse y nosotros, como usuarios, tendremos que ajustar nuestras expectativas.